jueves, 16 de septiembre de 2010

La vida como la máquina recreativa de las monedas en cascada

De pequeño gozaba del privilegio de, llegado el mes de julio, ir con mi familia de vacaciones al apartamento que mi abuelo «Pusqui» se había comprado en Santa Pola, Alicante. El mes de agosto lo reservaban para alquilarlo a otros veraneantes madrileños, ya que era el mes más lucrativo para tal menester.

El apartamento, en primera línea de playa -en Playa Lisa- tenía tres habitaciones y una gran terraza con vistas al mar, y lo mejor de todo: dos mecedoras por cuya ocupación luchábamos encarnizadamente los cuatro hermanos.
Solíamos ir con los abuelos y con mi tía Raquel, ellos viajaban por su cuenta y nos juntábamos allí todos. En el Seat 124 de color verde viajábamos los seis: mi padre que conducía, mi madre de copiloto intentando –sin éxito- que papá no corriera mucho por aquellas penosas carreteras de finales de los 70, y los cuatro hermanos –dos chicos y dos chicas- apretujados atrás.

Indefectiblemente, en cuanto llegábamos a la altura del Cerro de Los Ángeles comenzábamos con la letanía:



- ¿Falta mucho para llegar?
- Tengo sed.
- Quiero hacer pis...

Tratando de mitigar el aburrimiento del viaje yo llevaba una libretita cuadriculada en la que iba trazando cruces o círculos según adelantásemos a un camión o a un coche, para computar un fiel recuento. Pero a los pocos kilómetros me mareaba y dejaba de anotar.
Inevitablemente acababa reprochándole a papá que fumase en el coche, porque la radio y el humo del cigarrillo me trastornaban bastante, con lo que sólo conseguía irritar a mi padre y a consecuencia de ello que aumentase el ritmo de su ya veloz conducción, ante el enojo de mamá.
Los hermanos jugábamos a elegir cada uno un color y por cada coche con el que nos cruzásemos de ese color nos apuntábamos un tanto. Siempre ganaba el que elegía el blanco, que era el más frecuente por entonces.
Y al llegar allí nos aguardaban ya los abuelos y la tía Raquel.
Mi recuerdo de aquellos días se resume en estar todo el día jugueteando en la playa, siempre alerta con las medusas. A la hora de la indeseada siesta procurábamos bajar al patio a jugar con una pelota al fútbol, lo cual entraba en conflicto con un vecino francés que nos regañaba porque perturbábamos su sueño.

Así que ahí entraba en acción otro clásico de nuestras vacaciones: la revista extra de verano de EL JUEVES, que siempre compraba mi tía Raquel.


También por las tardes y noches, cada día, jugábamos a las cartas, tanto a juegos infantiles donde todos teníamos cabida –a menudo a «la carta corrida»- como a juegos más adultos como la Brisca en los que también estábamos iniciados mi hermano y yo.

Por las noches no podía faltar un paseo que ineludiblemente acababa en la heladería «Mar Azul». Lo que más me gustaba de aquel local eran los granizados de café, a veces mezclado con helado.

Y me queda el fuerte recuerdo de que en aquella heladería había dos máquinas recreativas. Una de ellas era el clásico mata-marcianos de los de antes, la mar de divertido. La otra máquina me perturbaba un poco. 

Se trataba de un aparato en el que se echaban monedas de a duro. La moneda caía en una superficie móvil llena de otras monedas, si había suerte el duro recién jugado provocaba que cayera una o varias monedas en una superficie que había más abajo, como una catarata, y a su vez, con un extra de fortuna, podían caerle al jugador una o varias piezas de cinco pesetas desde esa segunda plataforma móvil.

Aquella máquina siempre me hacía reflexionar.

Comprendí que era como la vida misma, con ese movimiento azaroso iba haciendo caer las monedas como el destino hace caer a las personas. Las monedas que estaban al borde de la caída eran los bisabuelos, estaban siempre a punto de desaparecer del juego y el más leve empujón se los llevaba. Cerca de ellos, pero aún protegidos por los bisabuelos se encontraban los abuelos y tras ellos los padres, aún lejos del borde. Y por último estábamos nosotros, los niños, las monedas tan lejanas al abismo.

Pero los años van pasando y el juego no se detiene. Los bisabuelos cayeron sin piedad y después de aquello hubo una temporada de calma en la que las monedas se iban montando una encima de otra, rellenando todos los huecos de la superficie. Pero llega el momento en el que los abuelos se sitúan frente al abismo sin posibilidades de salvación. Y empiezan a caer. Y cuando todos han caído se quedan nuestros padres expuestos. El tiempo pasa y ves que se rellenan de nuevo los huecos y la cosa tiene mala pinta: y ahí estamos nosotros dispuestos a darles el relevo...

2 comentarios:

  1. Recuerdo bien aquella maquinita de hipnótico vaivén... El mes que viene y por primera vez en mi vida cumpliré 50 tacos, o sea, más o menos, me llegó el turno de precipitarme desde el primer escalón. El paso del tiempo no molesta tanto como la diferente percepción que tenemos de él, un movimiento geométricamente acelerado que causa pavor.
    :-/

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  2. No te preocupes, conozco a un tal Aqulino que confidencialmente me ha dicho que cuando caigamos al abismo iremos a otro lugar más fantástico, Las Vegas, creo que me dijo.
    ;-)
    Saludos.

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